XI DOMINGO ORDINARIO
16 de junio de 2024
«Sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece» (Mc 4, 26-34)
El tiempo es uno de los elementos de la vida más preciados, puede jugar a nuestro favor o en nuestra contra, en él se desarrolla nuestra existencia, por ello el hombre tiene el deber de cuidarlo y aprovecharlo, pues al no hacerlo se pierden con él miles de oportunidades.
El tiempo es bello, pero tan misterioso que difícilmente atinamos a explicar con suficiencia lo que es, y por ello solamente atinamos a segmentarlo en segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, como si con ello pudiéramos controlarlo y adueñarnos de él. Más aún, el tiempo se vuelve más profundo y misterioso cuando este se intenta aplicar a Dios, el eterno, a quien no afectan el paso de los días, a quien sólo le interesa el tiempo por ser el espacio de encuentro con el hombre, el momento en que le puede manifestar su amor.
El tiempo de Dios no es el tiempo del hombre, un siglo de la vida humana resulta un instante para Dios, y un instante con el hombre para Dios puede resultar una eternidad. Así, mientras para Dios el tiempo es oportunidad de salvación, para el hombre pareciera que es algo que se escapa, que se fuga de entre sus manos, y por ello sufre al no poder controlarlo, quisiera vivirlo más a prisa para alcanzar más rápido sus metas y a la vez quisiera que fuera más lento para aprovecharlo mejor, conocedor que cuando este se acaba su propia existencia llegará a su fin. Para Dios por el contrario, el tiempo no debe ir más a prisa o más lento, su curso es exacto, es sagrado, cada momento es precioso, todo sigue un orden, todo tiene una finalidad.
¿Cómo conciliar la percepción de Dios y del hombre sobre el tiempo? Para los oyentes de Jesús parecía apremiante saber el “momento” el “tiempo” exacto en que el Reino irrumpiría y transformaría su realidad, esperaban que esto fuera rápido, de un momento a otro, casi como si no implicara esfuerzo; nosotros, en nuestro contexto actual, podemos sentir la misma urgencia, más aún cuando la cultura nos ha llevado al ritmo de la inmediatez, cuando no es necesario esperar nada, cuando todo está al alcance de nuestra mano, a un click o un enter de nuestros dispositivos tecnológicos; esperamos que Dios nos resuelva los problemas en un instante, sin esfuerzo, y si no nos cumple nuestros caprichos buscamos otros medios, otras opciones de fe u otras religiones, que nos den respuestas inmediatas.
Para dar respuesta nuestras inquietudes, Dios recurre al ciclo de la naturaleza para hacernos comprender mejor, abriéndonos los secretos de su oficio como si de un agricultor se tratara, para enseñarnos como el tiempo debe seguir su curso y no debemos alterarlo.
La primera imagen que utiliza el Señor Jesús es la de la semilla, con la cual, nos enseña la importancia de los procesos: la semilla se deposita en la tierra, luego hecha raíces, brota el tallo, produce hojas y espigas, para después dar abundancia de granos; el proceso sigue su curso, no se altera, no se salta ningún paso; es ilógico y antinatural pretender adelantarlo, sigue el transcurso del tiempo natural; también en todo proceso son importantes los actores: la tierra que recibe la semilla y la trabaja, la semilla que se entrega al proceso natural, el sembrador que labora con esfuerzo y espera con confianza, y en el fondo, Dios que con su actuar secreto pero constante hace la mayor parte del trabajo, “sin que el hombre sepa cómo”, sin por ello demeritar el esfuerzo de los demás elementos.
Si el Señor nos ha enseñado con el ejemplo de la semilla la importancia de los procesos, y la ha comparado con lo que acontece con el Reino, es precisamente para hacernos comprender que la instauración del Reino también es un proceso y, por tanto, implica esfuerzo y paciencia, no se da en la inmediatez, ni de un momento para otro, implica trabajo y confianza: Dios ha sembrado el evangelio en nuestra tierra a través de Jesús, y de él surge el Reino que debe crecer poco a poco, tallo a tallo, hoja a hoja, espiga a espiga, valor por valor, hombre por hombre, pueblo por pueblo; y así como la planta hace su esfuerzo por crecer, el Reino formado por todos nosotros nos esforzamos por hacerlo madurar, paso a paso, uno a la vez; Dios confía en nosotros y nosotros en Él, es un sentimiento recíproco, nosotros esperamos en su tiempo, y Él en el nuestro; y algún día, cuando la planta llegue a su madurez, podremos disfrutar juntos de una cosecha abundante, del fruto de nuestro esfuerzo.
La segunda imagen que ocupa el Señor es la del árbol de mostaza, que después de pasar por su propio proceso llega a ser lo suficientemente fuerte y grande como para albergar en sus ramas el nido de las aves; de la misma manera ocurre con el Reino, es necesario que crezca mucho, de manera que no sólo beneficie a los creyentes, sino para que toda la humanidad venga a refugiarse a su sombra y alimentarse de sus frutos.
La salvación traída por Jesús y vivida en el Reino, no es por tanto exclusiva de los creyentes, esta abierta a toda la humanidad. En ambos ejemplos el tiempo es importante, y su vivencia se hace al ritmo de la esperanza y de la confianza, del esfuerzo y del trabajo, de la participación de Dios y del hombre.
Frente a muchas situaciones adversas de la vida, en lo personal y en lo social, nos surge la inquietud acerca de la presencia y la actuación de Dios, nos cuestionamos porque a pesar de que el evangelio ha sido anunciado, aunque tenemos Iglesia desde hace dos mil años. ¿Por qué la situación no cambia? ¿Por qué sigue existiendo la injusticia, la violencia, el autoritarismo? ¿Por qué el Reino no ha producido aún lo suficiente? La respuesta es clara: Dios trabaja arduamente, pero nosotros quizá no tanto. Frente a todas las adversidades la esperanza y la confianza son claves importantes: la esperanza que nos mantiene activos, haciendo nuestra parte del trabajo, y la confianza en que Dios en el silencio siempre va actuando. El tiempo es lo de menos, no debemos dejarnos llevar por la urgencia, lo importante es aprovechar cada instante, y esforzarnos por instaurar auténticamente el Reino de Dios.
El resto de la reflexión depende de ti.
Bendecida semana.
Daniel de la Divina misericordia C.P.