
LA ORACIÓN DE JESÚS EN GETSEMANÍ
4 de marzo de 2025
En distintas ocasiones, la vida de los seres humanos atraviesa por experiencias sumamente críticas. Y cuando vivimos en carne propia el drama de la existencia, muchos de nosotros lloramos con desánimo y desesperación, sintiendo que la vida se nos va, las fuerzas se terminan y la ilusión por continuar viviendo simplemente desaparece. Hemos de recordar que el sufrimiento es parte de nuestra historia, consecuencia de nuestra naturaleza débil y limitada, por lo que es posible que, en más de una ocasión, debamos experimentarlo. Quizá al enfrentar una enfermedad, o al ser víctimas de la violencia y la injusticia, o simplemente al ver que nuestros anhelos de superación no pueden realizarse por la falta de oportunidades.
A pesar de los sufrimientos que podamos experimentar en esta vida, es necesario considerar cómo lo asumimos como parte de nuestra realidad y la manera en que vamos saliendo adelante. En este sentido, me parece que nos puede iluminar la experiencia de Jesús, el Señor, que después de la última cena con sus discípulos se enfrentó al mayor drama de su existencia.
De acuerdo con el testimonio de la Escritura, habiendo celebrado la Pascua con sus discípulos, Jesús salió al huerto de Getsemaní, donde sería arrestado (cfr. Mt 26, 36ss; Mc 14, 32ss; Lc 22, 39ss; Jn 18, 1ss). Si bien, había celebrado felizmente la Pascua con sus discípulos, esa noche, el ambiente de Jerusalén debió estar enrarecido pues, distintos sectores del pueblo, estaban planeando la forma de arrestar y callar definitivamente la palabra de Jesús (cfr. Mt 26, 3-5; Mc 14, 1-2); incluso, habían acudido a Judas, uno de los discípulos, para concretar el arresto (cfr. Mt 26, 14-16; Mc 14, 10-11; Lc 22, 3-6). Jesús debió intuir lo que estaba sucediendo; sabía que las palabras que había pronunciado para transmitir esperanza a las muchedumbres habían incomodado a quienes causaban opresión a causa de su autoridad, que sus acciones que habían recordado que el ser humano es imagen y semejanza de Dios habían sido motivo de escándalo para muchos que, en nombre del mismo Dios, excluían y marginaban. Jesús, que desde el inicio de su ministerio había sido criticado y señalado, sabía que tendría el destino de los profetas. Por eso, durante la cena de Pascua, anunció a sus discípulos que uno de ellos lo pondría en manos de los sumos sacerdotes que lo conducirían a la muerte (cfr. Mt 26, 20-25; Mc 14, 17-21; Lc 22, 21-23; Jn 13, 21-30).
Fue así que, en Getsemaní, sabiendo que se enfrentaría a una situación dramática, decide ponerse en oración. Como había hecho en muchos momentos de su vida, acude a su Padre celestial en la soledad y el silencio de la noche. Pero en esta ocasión la súplica es distinta: ante el drama que está por enfrentar, se abandona totalmente en las manos de su Padre. Sin duda fue un momento verdaderamente dramático: Jesús era consciente que durante su vida se había dedicado sólo a hacer el bien a quienes encontraba en su camino, pero sus acciones y palabras no habían sido comprendidas. Sabía que muchos, desde el Templo de Jerusalén o el palacio del Sumo Sacerdote lo consideraban un revoltoso cuya voz debía callarse definitivamente. Era tanto el sufrimiento, no sólo por la crueldad que experimentaría en su cuerpo, sino por el abandono y la traición de sus amigos, que lloró amargamente sudando gotas de sangre (cfr. Lc 22,44). No obstante, en medio de su dolor, encontró el consuelo en el Padre celestial (cfr. Lc 22,43). Como señala el autor de la carta a los Hebreos: «Cristo, durante su vida mortal presentó súplicas y oraciones al que podía salvarlo de la muerte y en su angustia fue escuchado» (Hb 5, 7). Se le escuchó porque había obedecido al Padre celestial, renunciando a sí mismo para salvar a sus hermanos. Podríamos decir que dio un sentido redentor a sus dolores y tormentos: los asumió para llevar adelante el plan de salvación.
Nosotros, que tantas veces atravesamos situaciones de dolor y sufrimiento, tendríamos que revisar cómo los estamos asumiendo. Muchos de nosotros huimos ante el sufrimiento, no queremos enfrentarlo y cuando este viene a nuestra vida no sabemos cómo proceder y lloramos absolutamente desesperados. En estas experiencias, tendríamos que hacer como Jesús: ponernos en manos del Padre celestial suplicando, no sólo que nos libre del dolor, sino que aprendamos a asumirlo como parte de nuestra vida y medio de santificación para nosotros y para quienes están a nuestro alrededor. Sé que estas palabras pueden desconcertarnos e incluso, podrían ser vistas como un tema imposible pues, por tendencia natural, todos los hombres y mujeres buscamos llevar una vida cómoda, sin problemas ni aflicciones. Pero cuando el sufrimiento se presenta en nuestra vida es necesario asumirlo con valor, poniéndonos enteramente en las manos de Dios con la certeza de que él nos dará la fuerza para soportarlo y vivir con esperanza, en medio de la tribulación. Así como Jesús que, en la noche de Getsemaní, cuando su vida atravesaba por un momento dramático, se puso en las manos del Padre celestial. Y conocemos por la Escritura que Dios no lo abandonó, sino que envió a su ángel para brindarle el consuelo que tanto necesitaba y la fortaleza necesaria para llevar adelante su misión redentora.
Que en este día, al recordar la oración de Jesús en el huerto de los olivos, en medio de los sufrimientos de nuestra vida, seamos capaces de decir al Padre del cielo: «Que no se haga mi voluntad sino la tuya» (cfr. Lc 22,42). Así, viviremos más unidos a Jesús y experimentaremos el consuelo y la paz en esta vida y seremos conducidos a la eternidad, donde viviremos con Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
P. Eloy de San José, C.P.